Semana Santa

Domingo de Ramos


En los altares de mi Tegucigalpa eterna

que tanto figuraron en mi infancia ingenua

veo aún el níveo manto de la eucaristía,

el corro informe de la gris feligresía

y el cirio pascual con su llama sempiterna.


Y en la barahúnda de la obediente caterva,

un cipote más blandiendo esas ramas muertas

recordando el regreso de aquél que ahora pendía

en los altares.


Hoy me duelen los años disueltos en décadas

porque he visto esas hojas marchitas y maltrechas

pasar de marcar la muerte de un dios, elegía,

a ser testamentos de mi lánguida apatía

por la tierra donde podría verter mis penas

en los altares.



Tenebrae


Fue cuando adolescente    que perdí una religión

que solo adoptamos    en pro de mi educación

y así nos afiliamos,    por la evangelización,

al rito protestante    que nos fue una bendición.


Pasé de la apatía    al refugio y al solaz

que se encuentra en la iglesia;    me di todo, y pertinaz,

a servir mi nueva grey,    ignoré el suspicaz

instinto que decía    que todo eso era falaz.


Duró solo unos años.    No fue alguna ocasión

lo que me hizo abdicar,    fue más bien una erosión

paulatina, y segura,    que reveló la ficción

que sostenía todo;    elegí la maldición


sobre el proselitismo,    sobre la intolerancia

que se opone al progreso,    y que con arrogancia

socava al diferente    —quizá desde la infancia.

un día cualquiera me fui,    y mantuve mi distancia.



Viernes Santo


Perseguido por fantasmas

y por los ácidos miasmas

de mi craso y mortal error,

perdona a tu siervo Señor.


En la inmediata penumbra

a la que uno se acostumbra

la paz sucedió al estupor

— perdona a tu siervo Señor.


Con el tiempo y la distancia,

la amenaza sin sustancia,

poco a poco perdí el temor:

perdona a tu siervo Señor.


Leyendo libros profanos

entre ángeles urbanos

encontré vano mi clamor:

‘perdona a tu siervo Señor’.


Pronto ateo por mi duda,

luego vuelto en pos del Buda,

de todo un poco un desertor;

perdona a tu siervo Señor.


Descubrí que para algunos

esos cultos ovejunos

no son piedad, sino horror;

perdona a tu pueblo Señor.


Y a otros igual de humanos

los eleva lo cristiano

—uno y otro merece honor;

perdona a tu pueblo Señor.


Nuestra responsabilidad

es pía y sabia humanidad;

no por miedo, sino amor.

perdona a tu Señor, pueblo.


Ya sin ira y sin vergüenza

mi vida apenas comienza

en la ceniza del pavor.

Perdona.


Domingo de Pascua


Las tardes sudorosas en un carro

con el sol en la ventana

y el ensueño de las playas esfumado

al final de la semana

un rito familiar que ahora extraño

en esta vida lejana.


La mañana luchando con el sueño

para hacer nuestras maletas;

las calles polvorientas de San Pedro

y el llegar a las casetas

que anuncian el fin de la ciudad, el duelo

por estas veladas asuetas. 


El carro raudo cruzando las montañas

en los caminos sinuosos

entre el agreste Cortés y Comayagua

llena de pinos frondosos;

a las doce hemos cruzado La Barca

y esperan almuerzos dichosos.


Ya a los pies del Cerro Azul Meámbar

comenzamos nuestro rito

desperezar, buscar zapatos y parar

a comer pescado frito;

no en las casetas moscosas de mi infancia

—en el restaurante bonito.


En estas mesas y aquellos años,

esperando la comida,

absorto, perturbado o ensimismado

cuestionándome la vida

por amor o religión, todo privado,

siempre pena autoinflingida.


Epifanías musicales mínimas

o lecturas existenciales

culpa transubstanciada en sabiduría

al cabo de años iguales

todo esto en horas vespertinas

y en atascos viales.


Y  ya de noche llegando a los pinares,

en lontananza la ciudad:

amenaza de regreso a los afanes

y a la perenne ansiedad.

Mas la dulce recurrencia de esas tardes

para qué más eternidad.


Perdí a un dios y lo volví a encontrar

en cada semana santa

no en los templos o en el extraño ritual

que aún con razón me espanta

sino en los míos y su amor fundamental

que hoy me hace falta, tanta.